Por Claudio Naranjo
Estoy convencido de que la educación es nuestra mejor esperanza, pero de ninguna manera la educación que tenemos. Tenemos una educación para que nuestra próxima generación se nos parezca, pero nos urge tener una educación que nos ayude a evolucionar –personal y socialmente- para que podamos así dejar atrás nuestras plagas. Más específicamente, necesitamos una educación para trascender la mentalidad patriarcal, raíz de casi todos nuestros problemas colectivos y meollo de nuestra siempre más grave problemática: una educación que nos inste a dejar atrás modos de pensar y vivir peligrosamente obsoletos.
Cada vez se nos hace más evidente que nuestra vida civilizada surgió como respuesta al reto de un hecho cataclísmico en la historia de la Tierra: el calentamiento y desertificación que sucedieron al fin de los glaciares y de las inundaciones de su deshielo durante nuestra tardía prehistoria. Los territorios del actual Sahara, el cercano Oriente y las estepas rusas fueron un día un oasis verde que constituyó algo así como un jardín del Edén para nuestros antepasados, hacia el fin de nuestro último periodo glacial. Se piensa hoy que con el calentamiento y menor rendimiento agrícola de estas tierras, la adaptación de sus habitantes a la vida sedentaria dejó ya de servirles, y éstos, para poder sobrevivir, no sólo debieron volverse nuevamente nómadas, sino nómadas depredadores, violentos e insensibles. De tales nómadas somos nosotros los descendientes, pues tales “bárbaros” fueron aquellos que conquistaron, invadieron, “civilizaron” o reemplazaron a las poblaciones antiguas de Europa, India y el lejano Oriente.
Nos urge tener una educación que nos ayude a evolucionar –personal y socialmente- para que podamos así dejar atrás nuestras plagas.
Decía Gurdjieff que los problemas de la humanidad derivan de que los seres humanos, siendo tricerebrados, no consiguen conciliar sus tres cerebros; y ha descubierto la neurofisiología un cuarto cerebro —la corteza prefrontal— que por su función integrativa respecto al intelecto, la emoción y la instintividad pudiera decirse el asiento de la humanidad propiamente tal. Decía Tótila Albert que los problemas del mundo derivan de la desarmonía entre nuestras tres personas interiores. Gran parte de mi trabajo ha sido inspirado por las ideas de Gurdjieff y de Tótila Albert, quien, yendo un poco mas allá de Bachofen (historiador suizo que descubrió el matriarcado a fines del siglo XIX), planteaba que nuestra historia ha atravesado por una etapa de nomadismo original “filiarcal” (en que dominaron los valores de la juventud y la instintividad animal), luego la etapa “matriarcal” del temprano Neolítico y finalmente la era patriarcal, iniciada hace unos seis mil años. Planteaba también que estas tres formas de vida fueron la respuesta a las situaciones traumáticas del momento, y que ya es hora de que nos tornemos en hombres completos, en cuya vida familiar, valores culturales y sobre todo, mundo interno, se establezca un “abrazo a tres” entre Padre, Madre e Hijo. Entreveía una era “de los tres”, más allá de la sociedad patriarcal. Pero pensaba que sólo podría ser alcanzada tal sociedad sana a través de la realización de la plenitud “trinitaria” en el corazón de muchos; lo que entrañaría algo así como un cruce colectivo de un “mar Rojo” de la conciencia: un proceso de búsqueda, sanación e iluminación colectivas del que dependerá que dejemos atrás nuestra condición crítica.
Me parece evidente que la educación debe ayudar también a la gente a conocer su mundo interno.
Tótila Albert hablaba de una integración entre padre, madre e hijo en nuestra “familia interior”. Pero yo he traducido su lenguaje de las tres “personas interiores” a uno que contempla tres amores: el eros o amor-goce, que se expresa en el amor a sí mismo y ejerce la libertad en la búsqueda de la felicidad; el ágape, benévolo y materno, que subyace al amor al prójimo; y el amor-respeto o philia, que deriva del amor del niño hacia el padre. Sin ignorar el hecho de que la educación ha sido una de las más retrógradas de nuestras instituciones, albergaba la loca esperanza de que pudiera hacerse el milagro. En La civilización, un mal remediable, expliqué la “mente patriarcal” como un desequilibrio en el cual se ve exaltado el amor-respeto (que mira hacia los padres, las autoridades y los ideales), se ha eclipsado y falsificado el amor materno, e inconscientemente criminalizado el eros. Por ello, vengo proponiendo una “educación trifocal” dirigida a las partes “padre”, “madre” e “hijo” de nuestras mentes. He sugerido, también, que a la actual educación eminentemente intelectual que ofrecen hoy en día nuestras escuelas se incluya una “educación del corazón”, y que no se olviden el aspecto emancipatorio de la educación o su relevancia a la felicidad (inseparable de la salud y de la virtud). También me parece evidente que la educación (más relevante ahora a pasar exámenes que a comprender el mundo y la vida) debe ayudar también a la gente a conocer su mundo interno y no solo su mundo exterior, y que con ello debe dejar de lado su orientación excesivamente tecnológica. Pero para que la educación llegue a ser así, es evidente que necesitaremos formadores especialmente preparados. Y será vital para la transformación de la educación, así, la transformación de los educadores a través de un proceso educativo mucho más amplio y profundo que el proporcionado por las actuales escuelas de pedagogía. Además, para que pueda haber tal formación de formadores que se ocupe de proporcionar aquellas competencias que Salamanca non presta, será necesario un método de educación transformador, eficiente y rápido. Y es este, diría yo, mi más significativo aporte a la posible transformación de la educación.
Parecía hacerse obvio que nuestra salvación depende de un cambio de conciencia y que solo la educación podría permitirnos inducir masivamente tal cambio evolutivo en el mundo.
Años atrás me sentía como un campesino de cuento de hadas que, después de mucho tiempo de cultivar los frutos de su tierra experimentando con toda clase de híbridos, se encuentra con algo así como un tesoro: una planta cuyo jugo pudiera matar al dragón que está asolando la comarca. De pronto me vi habiendo inventado (casi sin quererlo) lo que hacía falta para una transformación rápida y masiva de la educación en el mundo occidental. Sin ignorar el hecho de que la educación ha sido una de las más retrógradas de nuestras instituciones, albergaba la loca esperanza de que pudiera hacerse el milagro. Pues parecía hacerse obvio que nuestra salvación depende de un cambio de conciencia y que solo la educación podría permitirnos inducir masivamente tal cambio evolutivo en el mundo. Proponía que está en nuestras manos llegar a educar seres más sabios, benévolos y libres de lo que nosotros hemos sido y dejarles la Tierra por herencia a nuestros hijos a través de un acto que nos haría salvadores de nuestra especie. Hablaba para todos porque la comprensión compartida por todos tendría un poder determinante para cómo se desarrollasen las cosas.
Está en nuestras manos llegar a educar seres más sabios, benévolos y libres de lo que nosotros hemos sido.
Pero ya no me siento como uno que puede decir que es posible transformar la mente patriarcal por medio de la educación. Me parece que, más bien, tal transformación “podría ser posible”. Pues hay resistencias, ¡y qué resistencias! Ni son muchos quienes quieren el cambio de la educación entre los profesores, cansados, desmotivados, decepcionados e insuficientemente dispuestos a arriesgar sus puestos; ni parecen quererla los ministerios, según ha estado siempre a la vista a pesar de innumerables comités para la Reforma. No la esperan ya los estudiantes, no interesa a los que dictan políticas educativas y menos aún parece quererla el espíritu del imperio comercial global, que solo parece querer que se pueda seguir repitiendo business as usual. Así, digo ahora más bien que tenemos la visión, la metodología y hasta la estrategia, pero no podemos decir que la educación pueda cambiar; sólo que podría cambiar si llega a haber suficiente voluntad política a través de la maduración de la conciencia de los poderosos; o si llega a haber suficiente claridad y consenso en la opinión pública, de cuya legitimación —más tarde que temprano— todo depende.
No podemos decir que la educación pueda cambiar; sólo que podría cambiar si llega a haber suficiente voluntad política a través de la maduración de la conciencia de los poderosos; o si llega a haber suficiente claridad y consenso en la opinión pública.
Les hablo a las autoridades, que tal vez algo pueden hacer en vez de rendirse al imperio comercial pseudodemocrático de Mamón. Les hablo a los profesores, instándoles a que dejen atrás su resignación depresiva y se hagan agentes de un gran sueño. Les hablo muy especialmente a los potentados anodinos, cuyo despotismo oligárquico se oculta tras la máscara de un supuestamente benigno y democrático despotismo del mercado. Y les hablo muy especialmente a los funcionarios de los grandes organismos del comercio global, con la esperanza de comprender colectivamente cómo no solo nos convendría a todos, sino a ellos mismos, cumplir con la responsabilidad que nos cabe de velar por el rumbo de nuestra nave espacial Tierra.